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Nací en un ranchito llamado La Labor de San Ignacio, allá por Yahualica, Jalisco. De esos lugares donde las montañas te enseñan a ser fuerte y el cielo siempre tiene algo que decirte. Viví ahí hasta los ocho años, y aunque no teníamos mucho, mis papás siempre nos hicieron sentir que teníamos lo suficiente. Nunca sentí que fuéramos pobres… más bien, que éramos ricos en otras cosas.
Después nos fuimos a Guadalajara, con muy poquito, como muchas familias lo hacen: con esperanza en los bolsillos y la fe bien puesta. Soy el quinto de once hermanos, pero desde muy chico me tocó asumir responsabilidades como si fuera el mayor. No me pesó, al contrario, creo que eso me enseñó que la responsabilidad no es un sacrificio, sino una forma de vida. A veces me preguntan qué precio pagué por todo lo que he logrado, pero yo no lo veo así… cuando haces lo correcto cada día, sin quejarte, la vida te lo acomoda. Todo es providencial.
Siempre he creído en Dios. Mi fe católica ha sido mi guía. Si algo tengo, es porque Dios me lo dio. Si algo logré, fue porque Él me dio fuerza y dirección. No hay día que no agradezca, ni momento importante que no reconozca como una bendición.
Me gusta el fútbol —soy chivista y del Barça, pero sobre todo, soy feliz cada vez que pierde el América, como debe ser. Lo digo en broma, pero con cariño (más o menos).
Disfruto las cosas simples de la vida: leer un buen libro con vista al bosque, saborear un vino tinto, un trozo de chocolate, un mezcal bien servido… y claro, una buena comida en familia. Hay cenas que me saben a gloria, como unos frijoles con leche. Muchos no lo entienden, pero para mí es hogar.
He aprendido a valorar lo esencial. Puedo decir con todo el corazón que lo tengo todo, pero también que puedo ser feliz con muy poco. Para mí, la verdadera riqueza está en la paz, la familia, la fe… y en vivir cada día con gratitud.